(de cuando nos atribuimos ciertos derechos)
Desde mayo pasado, participo de un diplomado en la
ciudad de Cochabamba. Los participantes tenemos orígenes variados y de igual
manera son nuestros quehaceres cotidianos. Así, hay líderes indígenas,
sociólogos, agrónomos, teólogas, psicólogas, etc. participando en el diplomado.
El tema es, dinámicas (de)coloniales: poder, género e
interculturalidad. Se trata pues de ir conociendo, analizando, descubriendo,
cómo la colonial modernidad, sigue operando hoy a través de sus instrumentos de
poder (raza, explotación, religión, etc.) e ir construyendo estrategias,
instrumentos para poder luchar contra ella. Hay una práctica común en este
diplomado: dar la palabra con prioridad, y además escuchar, a los hermanos y
hermanas indígenas cuando ellos quieren expresarse. “Esta vez vamos a escuchar
a las voces silenciosas, a los que no siempre toman la palabra, a los no
escuchados…” dijo una de las expositoras.
Sin embargo hay algo que este último fin de semana me llamó la atención.
Había una tarea personal, en el tema de género y
colonialidad, que se trataba de contar la historia de nuestra abuela, nuestra
madre y la nuestra propia. Dos compañeros salieron al frente para compartirlo.
Uno de ellos dijo “vamos a explicarles
cómo era el rol de la mujer antes, después y ahora, lo explicará mi compañero y
yo haré la traducción”. Pues bien, el compañero, que habló en quechua,
habló sobre la manera de organizarse en su comunidad originaria. Pero resulta
que la dizque traducción era más una teoría sobre la colonialidad y el
pensamiento propio del traductor (que trabaja en una ong que realiza proyectos
en el área de donde es originario el compañero quechua).
Los que algo sabemos de nuestros idiomas originarios, nos
dimos cuenta que no se trataba de una traducción. Los que hablan quechua
estaban molestos, una de ellas se levantó y dijo “creo que hay que hacer una
traducción literal de lo que el compañero dice, no una interpretación ni una
teorización de la colonia”. Y así, se creó una especie de debate entre los que
defendían la traducción y el que dizque hacía la traducción. Mientras, el
compañero quechua, se quedó en medio, parado, como una especie de títere al que
manipulaban entre quechuahablantes y no quechuahablantes.
No niego que la defensa de una traducción literal era
legítima. Pero estoy segura que hubiera sido mejor entablar una conversación
con nuestro compañero quechua en vez de hablar por él, en vez de tomar defensa
en su nombre.
¿Cuántas veces hemos utilizado a la gente sin voz, a
nuestros hermanos indígenas en este caso, para hacer pública nuestra propia
voz?
¿Qué significa pues ser la voz de los sin voz? Como
respondiéndome a mí misma me digo que a la hora de querer ser la voz de otros,
deberíamos estar dispuestos a silenciar no solo nuestra voz sino también
nuestros pensamientos, a dejar de ser para ser otro temporalmente. Solo cuando
el silenciado, el de la voz baja, alce su voz y la haga pública, entraremos en
una igualdad de condiciones para entablar un verdadero diálogo.
El desafío pues, no es ser la voz de los sin voz. El
desafío está en bajar nuestras voces para que los de voz baja, los sin voz, hablen,
no en nombre de otros sino de ellos mismos.
Susana Huarachi Quispe
El Alto – La
Paz
No hay comentarios:
Publicar un comentario