martes, 10 de diciembre de 2013

No te dejan vivir

Dani García 
Madrid - España

"La pobreza la llevamos soportando sobre nuestras espaldas desde que nacimos. Y con eso vivíamos. Pero ahora es que no te dejan vivir".
Esto es lo que me comentaba hace poco un padre de familia tras haber tenido una entrevista con su trabajadora social. Estaba agotado, pues desde hace meses desde Servicios Sociales no hacen más que pedirle justificaciones y comprobantes: le piden que demuestre que su hija está bien vacunada, no sea que no tenga todas las vacunas puestas; le piden que traiga comprobantes de las entrevistas de trabajo a las que acude, no sea que no quiera encontrar un empleo; le piden que muestre los movimientos de su cuenta bancaria, no sea que con la Renta Mínima que cobra, y cuyo importe se sitúa muy por debajo del umbral de la pobreza, se dedique a gastárselo en cosas superfluas.
Este padre, que ahora tiene poco más de 30 años, nació en un barrio de chabolas de los más excluidos de Madrid. Por eso dice que ha soportado la pobreza desde siempre. Alejado de la ciudad, durante muchos años allí no llegaron los servicios municipales, lo que dificultó, por ejemplo, la escolarización de los niños y niñas. Pero al mismo tiempo, estas familias, que vivían en condiciones muy difíciles pero que conseguían ganar algún dinero para subsistir con la recogida de chatarra y los portes, eran dueñas de ese poco que ganaban, podían decidir cómo administrarlo a partir de lo que consideraban que podía ser mejor para su familia.
Está claro que esta autogestión de los bienes no era garantía de que se utilizara siempre de manera adecuada. Pero desde un despacho, sin conocer la realidad de la vida de estas personas, se corre mucho mayor riesgo de errar a la hora de pensar qué es lo que puede ser más adecuado para una familia que vive en condiciones muy difíciles.
Una de las principales dificultades que tenemos quiénes no hemos experimentado en carne propia la pobreza para entender a quienes la sufren en el día a día es el desconocimiento de nuestra propia ignorancia. Así me paso a mí una vez, hace ya unos cuantos años, cuando un niño me contaba tal día como hoy, a principios de diciembre, que le había llegado ya el regalo navideño, un abrigo que lucía orgulloso. Yo enseguida pensé que era una pena que esta familia, por ignorancia o desidia, no esperara para que sus hijos pudieran celebrar estos regalos al mismo tiempo que los demás niños, en los días de Navidad. Sin embargo, al poco rato la madre me ofreció una explicación que iluminó mi ignorancia: cobrando la pensión que recibían a principio de mes, era el momento de comprar los regalos, y en la casa el único sitio en el que se podía guardar el abrigo a salvo de las ratas era colgado de la lámpara en medio del salón. Así que no quedaba otra que dar el regalo inmediatamente.
Muchas veces, ante realidades de extrema pobreza que nos duelen y nos indignan, surge rápida la necesidad de dar una respuesta, de aportar soluciones, en un esfuerzo por tratar de alejar una situación que nos quema entre las manos y en el corazón. Pero si esto es lo único que hacemos, la frustración de estas iniciativas no nos dejará más salida que la huida, mientras culpabilizamos a quien dejamos abandonado por no haberse esforzado lo suficiente. Pero es necesario que nos dejemos transformar por estas realidades. Como decía Joseph Wresinski, fundador del Movimiento ATD Cuarto Mundo: “¿Para qué les sirve a las familias nuestra presencia, si ésta no ayuda a tener una mirada nueva?”.
La necesidad, sobre todo cuando es grande, parece imponer la urgencia. Pero cuando se está encerrado en el laberinto de la pobreza, la velocidad solo lleva al agotamiento en una carrera desquiciada que no encuentra salida. Por eso, aunque es fundamental ir tanteando a ver si hay rendijas por las que sea posible escapar, la única apuesta segura es la de apoyarnos mutuamente, aprovechando la experiencia y los conocimientos de cada uno, para así ir recogiendo las pistas que entre unos y otros podamos aportar para buscar la salida. Por eso, más importante que nuestra respuesta es el silencio. El silencio que permite escuchar al otro, que permite mirarle a los ojos, que permite reconocer también la incertidumbre y los miedos, que permite buscar lo que tenemos en común. El silencio que abre la puerta a un encuentro posible, a un proyecto compartido. 

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