Dakar 27 de diciembre de 2010
Las gentes caminan rectas a pesar del viento y del sol. Los saludos se cruzan a derecha y a izquierda bordando lazos casi invisibles. Un brazo se levanta, una risa se desata, un chiste, gritamos palabras, hilvanamos gestos con los otros.
Esto es aquí y ahora, rebosamos vida, gente, Pikine, Dakar, África, por todas partes. Estamos anclados a la fragilidad de las personas que pasan. A la seguridad de los que se van quedando despacio y profundo. A puntadas de fricción diaria. Cosidos por pequeños tiempos, por insignificantes acentos.
Rocío ha ido rescatando restos de telas. Esos tejidos que cubren desnudeces, visten los fríos, resaltan los brillos, apuntalan volúmenes, revelan deseos, subrayan cadencias. Son retales. Los restos inservibles de las telas que visten lo cotidiano. Y los ha ido cosiendo para hacer un juego de memoria. Son pequeñas piezas muy parecidas unas a otras, dadas la vuelta, boca abajo. Así, poco a poco, cada jugador tiene la oportunidad de voltear dos de manera que encuentre los dos gemelos, los que pertenecen al mismo tejido. En este juego viene incluido el mosaico de la vida entrelazada. Las cortinas del vecino, el vestido de la boda, el bubu del bautizo. Esencias del cada día en esta África que se esconde o que se muestra.
A. no ha podido esconder sus verdades detrás de ningún velo. A veces sus pies purulentos rezumaban gotas oscuras entre las aberturas de sus dedos agigantados. El largo, así lo llaman en el barrio. Su estatura excesiva y su camino lento y dolido delatan su presencia. No puede esconder su aliento alcohólico. Sentado en la piedra de la esquina, frente a la mezquita, no puede esconder la urgencia del que todo lo espera, porque todo se quiebra. Tampoco ha podido ocultar la dureza con la que se gana la vida y que tiene que ver con sus pies deformes por la enfermedad. Durante años ha vaciado fosas sépticas, rodeado de la mierda de otros, trabajando. La gente hace memoria y sufre cada vez que le ve avanzar con su caminar destrozado. Ayer yacía envuelto en los últimos paños que lo arropan antes de zurcirse en uno con la arena del cementerio. El patio de la mezquita demasiado pequeño ha desparramado la plegaria de su muerte en medio de la calle. En esa encrucijada que siempre ha sido la suya, sol y sombra, hemos rezado todos tus dolores. Y contrariamente al resto de las muertes, la tuya parece más bien un alivio. La miseria que no has podido tapar y que a cada paso hacías nuestra era una agresión a todas nuestras inteligencias. Y te has muerto. Y nos queda solo viva la memoria.
Un hombre cualquiera puede ser igual a otro. Una mujer igual a otra. Todos iguales, todas diferentes. En el barrio al que los jóvenes llaman “gueto” los hay que parecen desmesuradamente desiguales. Los ojos crispados, el gesto contraído. Mi amigo Jean lo explica bien diciendo que hay gente que tiene apuntalada la urgencia, la dependencia y la miseria en la cabeza. Solo piensa en cómo resolver su problema que son millares y sólo puede pensar en eso. Y esta única idea dolorosa que son muchas se va enroscando como una corona de espinas que no te deja ver más allá. Es el barrio que entra a su único cuarto por la ventana, el barrio que rellenó una casa abandonada con basuras, el barrio que después de más de dos meses sin lluvia achica aguas cada día para seguir viviendo en medio del agua.
Y así, un buen día, por un sí o por un no, los hombres y las mujeres desiguales estallan en una agresividad animal que destruye. Patadas en la cara, cuchillos en las cabezas, insultos, amenazas de muerte, puertas reventadas a pedazos.
No hay casi telas que cubran el ruido de los gritos, no hay velos que tapen lo que todos saben. Los cuartos en los que viven las familias numerosas se quedan pequeños, las fosas sépticas desbordantemente llenas, el trabajo escaso, el dinero incierto. En nuestro barrio desigual la violencia, cuando llega, nos deshumaniza a todos de la misma manera. En la violencia todos somos culpables. La madre llora la injusticia creada por sus propios hijos y viene a disculparse. En sus lágrimas la madre se excusa no de la violencia ocasional, sino de su vida, de toda su vida de miseria. Esta madre peregrinará de un lado a otro del barrio tejiendo lazos invisibles con su pena a cuestas. El hospital donde reposa el joven agredido, la casa en la que viven la madre, la esposa, el padre, los hijos… El barrio despertará sus alertas, recordará la humanidad desbordante de la que vienen, la que peligra. La madre, el comisario, los amigos del joven, las vecinas… cada uno vistiendo sus trajes diferentes pero construyendo una misma madeja. La madeja silenciosa de saludos, brazos levantados, chistes, la risa que se desata, la vida en el barrio. El perdón.
Sorteamos como podemos los charcos que bordan las calles. Las gentes saludan, los niños. Me preguntan por la familia, por Kike, el arquitecto madrileño que se fue de vuelta a su tierra, por Alassane. “Jaime, ¿es cierto que se ha muerto?”.
Rocío ha terminado el memory para Kike. Lo ha hecho con sus manos. Lo ha hecho para que no se olvide de los velos y los desvelos, los acentos y las gentes, los saludos y los gritos, las arenas y los lodos de los que están hechas las gentes en este barrio que es Pikine, y Dakar, y África.
Pero Kike se ha ido y se ha olvidado el juego encima de la mesa de nuestra casa. Y sin embargo yo sé que lleva cosido en la memoria los agujeros sangrantes del dolor de Alassane. Como nosotros lleva zurcidos en los rincones de su inteligencia joven los desvelos de las gentes pequeñas. La titánica lucha de este hombre que día tras día vuelve a su casa inundada con una bolsa de plástico en la mano. Esta mujer con un cubo en la cabeza. Esta humanidad que es capaz de rellenar, a golpe de esfuerzo, todo un patio inundado, bolsa tras bolsa, cubo tras cubo. Los vacíos y las ideas purulentas.
El sol y el viento no logran doblegar la dignidad con la que camina la gente. Los tules, los bordados, los brillos, las sedas, las pieles negras. A diario la vida se viste de nuevo. Tapando desnudeces, susurrando volúmenes, palpando flaquezas, bordeando cinturas, mostrando carnes. Es la vida en nuestro barrio, Pikine, Dakar, África.
Es la fragilidad de los que están de paso. Es la riqueza punzante en la memoria de los que se van quedando. Y nos acordamos de Alassane, el largo. Y su caminar cansado y lento nos precede hacia donde se va marchando. Ese mañana en el que el dolor excesivo, el de toda una vida, no viene para quedarse y destruir, sino para humanizarnos.
Feliz Navidad, feliz año.
Paz y bien; y memoria de ello.
Jaime Solo
Las gentes caminan rectas a pesar del viento y del sol. Los saludos se cruzan a derecha y a izquierda bordando lazos casi invisibles. Un brazo se levanta, una risa se desata, un chiste, gritamos palabras, hilvanamos gestos con los otros.
Esto es aquí y ahora, rebosamos vida, gente, Pikine, Dakar, África, por todas partes. Estamos anclados a la fragilidad de las personas que pasan. A la seguridad de los que se van quedando despacio y profundo. A puntadas de fricción diaria. Cosidos por pequeños tiempos, por insignificantes acentos.
Rocío ha ido rescatando restos de telas. Esos tejidos que cubren desnudeces, visten los fríos, resaltan los brillos, apuntalan volúmenes, revelan deseos, subrayan cadencias. Son retales. Los restos inservibles de las telas que visten lo cotidiano. Y los ha ido cosiendo para hacer un juego de memoria. Son pequeñas piezas muy parecidas unas a otras, dadas la vuelta, boca abajo. Así, poco a poco, cada jugador tiene la oportunidad de voltear dos de manera que encuentre los dos gemelos, los que pertenecen al mismo tejido. En este juego viene incluido el mosaico de la vida entrelazada. Las cortinas del vecino, el vestido de la boda, el bubu del bautizo. Esencias del cada día en esta África que se esconde o que se muestra.
A. no ha podido esconder sus verdades detrás de ningún velo. A veces sus pies purulentos rezumaban gotas oscuras entre las aberturas de sus dedos agigantados. El largo, así lo llaman en el barrio. Su estatura excesiva y su camino lento y dolido delatan su presencia. No puede esconder su aliento alcohólico. Sentado en la piedra de la esquina, frente a la mezquita, no puede esconder la urgencia del que todo lo espera, porque todo se quiebra. Tampoco ha podido ocultar la dureza con la que se gana la vida y que tiene que ver con sus pies deformes por la enfermedad. Durante años ha vaciado fosas sépticas, rodeado de la mierda de otros, trabajando. La gente hace memoria y sufre cada vez que le ve avanzar con su caminar destrozado. Ayer yacía envuelto en los últimos paños que lo arropan antes de zurcirse en uno con la arena del cementerio. El patio de la mezquita demasiado pequeño ha desparramado la plegaria de su muerte en medio de la calle. En esa encrucijada que siempre ha sido la suya, sol y sombra, hemos rezado todos tus dolores. Y contrariamente al resto de las muertes, la tuya parece más bien un alivio. La miseria que no has podido tapar y que a cada paso hacías nuestra era una agresión a todas nuestras inteligencias. Y te has muerto. Y nos queda solo viva la memoria.
Un hombre cualquiera puede ser igual a otro. Una mujer igual a otra. Todos iguales, todas diferentes. En el barrio al que los jóvenes llaman “gueto” los hay que parecen desmesuradamente desiguales. Los ojos crispados, el gesto contraído. Mi amigo Jean lo explica bien diciendo que hay gente que tiene apuntalada la urgencia, la dependencia y la miseria en la cabeza. Solo piensa en cómo resolver su problema que son millares y sólo puede pensar en eso. Y esta única idea dolorosa que son muchas se va enroscando como una corona de espinas que no te deja ver más allá. Es el barrio que entra a su único cuarto por la ventana, el barrio que rellenó una casa abandonada con basuras, el barrio que después de más de dos meses sin lluvia achica aguas cada día para seguir viviendo en medio del agua.
Y así, un buen día, por un sí o por un no, los hombres y las mujeres desiguales estallan en una agresividad animal que destruye. Patadas en la cara, cuchillos en las cabezas, insultos, amenazas de muerte, puertas reventadas a pedazos.
No hay casi telas que cubran el ruido de los gritos, no hay velos que tapen lo que todos saben. Los cuartos en los que viven las familias numerosas se quedan pequeños, las fosas sépticas desbordantemente llenas, el trabajo escaso, el dinero incierto. En nuestro barrio desigual la violencia, cuando llega, nos deshumaniza a todos de la misma manera. En la violencia todos somos culpables. La madre llora la injusticia creada por sus propios hijos y viene a disculparse. En sus lágrimas la madre se excusa no de la violencia ocasional, sino de su vida, de toda su vida de miseria. Esta madre peregrinará de un lado a otro del barrio tejiendo lazos invisibles con su pena a cuestas. El hospital donde reposa el joven agredido, la casa en la que viven la madre, la esposa, el padre, los hijos… El barrio despertará sus alertas, recordará la humanidad desbordante de la que vienen, la que peligra. La madre, el comisario, los amigos del joven, las vecinas… cada uno vistiendo sus trajes diferentes pero construyendo una misma madeja. La madeja silenciosa de saludos, brazos levantados, chistes, la risa que se desata, la vida en el barrio. El perdón.
Sorteamos como podemos los charcos que bordan las calles. Las gentes saludan, los niños. Me preguntan por la familia, por Kike, el arquitecto madrileño que se fue de vuelta a su tierra, por Alassane. “Jaime, ¿es cierto que se ha muerto?”.
Rocío ha terminado el memory para Kike. Lo ha hecho con sus manos. Lo ha hecho para que no se olvide de los velos y los desvelos, los acentos y las gentes, los saludos y los gritos, las arenas y los lodos de los que están hechas las gentes en este barrio que es Pikine, y Dakar, y África.
Pero Kike se ha ido y se ha olvidado el juego encima de la mesa de nuestra casa. Y sin embargo yo sé que lleva cosido en la memoria los agujeros sangrantes del dolor de Alassane. Como nosotros lleva zurcidos en los rincones de su inteligencia joven los desvelos de las gentes pequeñas. La titánica lucha de este hombre que día tras día vuelve a su casa inundada con una bolsa de plástico en la mano. Esta mujer con un cubo en la cabeza. Esta humanidad que es capaz de rellenar, a golpe de esfuerzo, todo un patio inundado, bolsa tras bolsa, cubo tras cubo. Los vacíos y las ideas purulentas.
El sol y el viento no logran doblegar la dignidad con la que camina la gente. Los tules, los bordados, los brillos, las sedas, las pieles negras. A diario la vida se viste de nuevo. Tapando desnudeces, susurrando volúmenes, palpando flaquezas, bordeando cinturas, mostrando carnes. Es la vida en nuestro barrio, Pikine, Dakar, África.
Es la fragilidad de los que están de paso. Es la riqueza punzante en la memoria de los que se van quedando. Y nos acordamos de Alassane, el largo. Y su caminar cansado y lento nos precede hacia donde se va marchando. Ese mañana en el que el dolor excesivo, el de toda una vida, no viene para quedarse y destruir, sino para humanizarnos.
Feliz Navidad, feliz año.
Paz y bien; y memoria de ello.
Jaime Solo
Que linda reflexión, muchas gracias por compartir esa experiencia de vida tan difícil.
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