Daniel García, Madrid
Nos hemos visto muy poco,
Ioanna. Tan sólo hace un mes que cruzamos las primeras palabras,
cuando llamamos a tu puerta. Una puerta de madera raída, medio
desvencijada, que no era capaz de cerrar la entrada a esa casa, antes
abandonada, en la que varias familias os habíais refugiado tras
haberse quemado la anterior en la que vivíais. Llegamos con nuestra
maleta azul llena de libros, dispuestos a explicar nuestro proyecto
de Biblioteca de Calle y a invitar a todo niño o niña que
encontráramos a participar en ella la próxima vez que viniéramos.
En ninguna de las puertas que tocamos nos encontramos con una acogida
como la tuya, ni con esas ganas inmensas que desplegaste desde el
primer momento por jugar, por reír, por leer, por compartir. Un sí
rotundo, claro, junto con una búsqueda inmediata de a quién más
podía interesar la actividad: “mi hermano no sabe leer, y mi
madre quería buscar un lugar donde pudieran ayudarle”.
Cuando volvimos, al cabo
de un par de semanas, estabas junto con varios hermanos y primos
esperándonos en el parque que te habíamos propuesto para hacer la
Biblioteca de Calle, un lugar en el que se reúnen muchos niños al
estar a la salida de un colegio. Ibais todos vestidos como si fuerais
a una fiesta, y nos contagiasteis enseguida la ilusión por el
encuentro que íbamos a compartir. Imposible no dejarse arrastrar por
vuestra alegría. Pero en tu rostro había una sombra, Ioanna.
Nada más llegar me preguntaste si no podíamos ir a otro parque que
estaba un poco más lejos, en el que había más espacio. Me daba la
impresión que había cierta angustia en tu cara, como si no
estuvieras cómoda. El parque estaba lleno, es cierto, porque estaban
todavía much@s niñ@s del colegio concertado de al lado, tod@s con
su uniforme. Un colegio que no es el vuestro, una plaza, un espacio
que no soléis compartir, quizás para no exponeros a las miradas, a
los juicios, a la distancia que otros marcan cuando os ven,
simplemente por el hecho de ser gitanos rumanos. De hecho así fue.
Varios niños se acercaron con curiosidad a ver qué hacíamos;
ninguno de ellos se animó a sentarse a leer a nuestro lado. Aún
así, conseguimos disfrutar y mucho de la tarde compartida con
vosotros entre libros y juegos, y al final de la misma nos
compartiste uno de tus sueños: ir a la biblioteca municipal que hay
en el barrio. “¿Cuándo vamos?”,
nos dijiste para que no nos olvidáramos de tomarlo en serio.
Esta
semana pasada nos tocaba volver a ir. Pero la noche antes de cuando
habíamos fijado nuestro siguiente encuentro, el barrio se llenó de
sirenas, luces y olor a chamusquina, así como de vecinos que
salieron de sus casas para ver qué es lo que pasaba. No sé porqué,
pero enseguida que oí la sirena de los bomberos pensé en ti y en tu
familia, como si no pudiera ser otra la casa que se estuviera
quemando. Quizás no podía ser otra, efectivamente, porque la
precariedad en la que os veis obligados a vivir os pone en riesgo de
manera permanente. Al salir a la calle, enseguida os vi, en medio de
las luces, los coches de policía, las ambulancias, los bomberos y
los vecinos. Como si vuestra tragedia hubiera sido seleccionada para
salir al escenario y hacerse pública delante de todo el barrio. No
calculo muy bien, pero erais entre 30 y 40 personas, la mitad de
ellas niños, quiénes os habíais quedado en la calle, sin
pertenencias, todo quemado. Nadie salió herido, pero todos
quedasteis a la intemperie. En el corrillo de vecinos que miraba
desde la barrera, todo tipo de comentarios, algunos despectivos,
otros de preocupación al ver tantos menores en la calle, algunos se
volvían a sus casas para coger algunas mantas y ropas de abrigo que
poder prestaros. Vuestra indefensión, hecha pública, sacaba lo peor
y lo mejor de quienes queramos o no formamos una comunidad en este
territorio que compartimos.
Me
costó tiempo encontrarte entre tanta gente. Cuando por fin lo hice,
me acerqué, y te extrañó verme por allí. Te expliqué que yo
también vivo en el barrio. Enseguida me dijiste que no sabías si
podrías venir al día siguiente a jugar, a leer, porque tendrías
que ir a otro barrio a casa de unos familiares que os acogerían; de
repente nuestro nexo de unión se rompía, y con él la posibilidad
de cumplir tu sueño de visitar la biblioteca. “¿Cómo
lo podríamos hacer ahora?”. No sólo se había quemado lo
material, sino también muchos proyectos, como éste de entrar como
cualquier otra niña en un espacio abierto a todos pero al mismo
tiempo tan distante. Nos quedamos en silencio. Como no supe que
decir, decidiste seguir tu ronda acercándote a consolar a los niños
más pequeños, que por los nervios y el cansancio rompían a llorar.
Sueños quemados mientras no se puede dejar de atender a lo
fundamental, el cuidado de quienes constituyen la única red que
puede sostenerte en estas situaciones de extrema precariedad.
Al día siguiente, una
vez ocultas de nuevo vuestras dificultades, quién sabe dónde y de
qué manera, los comentarios que escuché te daban la razón cuando
nos pedías salir del parque lleno de niños, Ioanna. Nadie parecía
querer tomar en cuenta vuestra existencia, vuestra lucha, vuestra
pasión por vivir. A muchos les molesta vuestra presencia. Los del
equipo de la Biblioteca de Calle fuimos por si acaso algún milagro
hubiera permitido que vinieras de nuevo con tus hermanos y primos a
leer un rato con nosotros. Pero no. El milagro no se dio.
Y sin embargo, sigues
estando muy presente para mí. Se me quedó grabada tu imagen,
siempre en pie, mirando alrededor para ver dónde tocaba acudir,
donde apoyar, mientras hacías recuento de tus sueños, tratando de
salvar algún rescoldo entre tantas cenizas.
Hasta la próxima,
Ioanna. Y mucho ánimo, mucho coraje, para poder seguir manteniéndote
en pie.
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