Dani García
Madrid - España
"La
pobreza la llevamos soportando sobre nuestras espaldas desde que
nacimos. Y con eso vivíamos. Pero ahora es que no te dejan vivir".
Esto
es lo que me comentaba hace poco un padre de familia tras haber
tenido una entrevista con su trabajadora social. Estaba agotado, pues
desde hace meses desde Servicios Sociales no hacen más que pedirle
justificaciones y comprobantes: le piden que demuestre que su hija
está bien vacunada, no sea que no tenga todas las vacunas puestas;
le piden que traiga comprobantes de las entrevistas de trabajo a las
que acude, no sea que no quiera encontrar un empleo; le piden que
muestre los movimientos de su cuenta bancaria, no sea que con la
Renta Mínima que cobra, y cuyo importe se sitúa muy por debajo del
umbral de la pobreza, se dedique a gastárselo en cosas superfluas.
Este
padre, que ahora tiene poco más de 30 años, nació en un barrio de
chabolas de los más excluidos de Madrid. Por eso dice que ha
soportado la pobreza desde siempre. Alejado de la ciudad, durante
muchos años allí no llegaron los servicios municipales, lo que
dificultó, por ejemplo, la escolarización de los niños y niñas.
Pero al mismo tiempo, estas familias, que vivían en condiciones muy
difíciles pero que conseguían ganar algún dinero para subsistir
con la recogida de chatarra y los portes, eran dueñas de ese poco
que ganaban, podían decidir cómo administrarlo a partir de lo que
consideraban que podía ser mejor para su familia.
Está
claro que esta autogestión de los bienes no era garantía de que se
utilizara siempre de manera adecuada. Pero desde un despacho, sin
conocer la realidad de la vida de estas personas, se corre mucho
mayor riesgo de errar a la hora de pensar qué es lo que puede ser
más adecuado para una familia que vive en condiciones muy difíciles.
Una
de las principales dificultades que tenemos quiénes no hemos
experimentado en carne propia la pobreza para entender a quienes la
sufren en el día a día es el desconocimiento de nuestra propia
ignorancia. Así me paso a mí una vez, hace ya unos cuantos años,
cuando un niño me contaba tal día como hoy, a principios de
diciembre, que le había llegado ya el regalo navideño, un abrigo
que lucía orgulloso. Yo enseguida pensé que era una pena que esta
familia, por ignorancia o desidia, no esperara para que sus hijos
pudieran celebrar estos regalos al mismo tiempo que los demás niños,
en los días de Navidad. Sin embargo, al poco rato la madre me
ofreció una explicación que iluminó mi ignorancia: cobrando la
pensión que recibían a principio de mes, era el momento de comprar
los regalos, y en la casa el único sitio en el que se podía guardar
el abrigo a salvo de las ratas era colgado de la lámpara en medio
del salón. Así que no quedaba otra que dar el regalo
inmediatamente.
Muchas
veces, ante realidades de extrema pobreza que nos duelen y nos
indignan, surge rápida la necesidad de dar una respuesta, de aportar
soluciones, en un esfuerzo por tratar de alejar una situación que
nos quema entre las manos y en el corazón. Pero si esto es lo único
que hacemos, la frustración de estas iniciativas no nos dejará más
salida que la huida, mientras culpabilizamos a quien dejamos
abandonado por no haberse esforzado lo suficiente. Pero es necesario
que nos dejemos transformar por estas realidades. Como decía Joseph
Wresinski, fundador del Movimiento ATD Cuarto Mundo: “¿Para qué
les sirve a las familias nuestra presencia, si ésta no ayuda a tener
una mirada nueva?”.
La
necesidad, sobre todo cuando es grande, parece imponer la urgencia.
Pero cuando se está encerrado en el laberinto de la pobreza, la
velocidad solo lleva al agotamiento en una carrera desquiciada que no
encuentra salida. Por eso, aunque es fundamental ir tanteando a ver
si hay rendijas por las que sea posible escapar, la única apuesta
segura es la de apoyarnos mutuamente, aprovechando la experiencia y
los conocimientos de cada uno, para así ir recogiendo las pistas que
entre unos y otros podamos aportar para buscar la salida. Por eso,
más importante que nuestra respuesta es el silencio. El silencio que
permite escuchar al otro, que permite mirarle a los ojos, que permite
reconocer también la incertidumbre y los miedos, que permite buscar
lo que tenemos en común. El silencio que abre la puerta a un
encuentro posible, a un proyecto compartido.
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